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Consola, Jacinto y su sobrina Lea.
Tita Consola

Tita Consola

Si ahora que cumple los 87, está guapísima, ya pueden imaginar lo que era esa mujer a los 20 años

ANTONIO CEBRIÁN 'EL MORENO'

Sábado, 27 de agosto 2016, 10:19

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Cuando nació, mi abuelo estuvo todo el día de fiesta y llorando de la emoción. Era muy llorón.

El matrimonio ya tenía cuatro varones y la llegada de Consola desbordó de gozo a toda la familia. Fue una niña deseada y consentida por todos. Llegó a una casa llena de gente: hermanos, criadas, huéspedes, muchos vecinos que venían a echar el rato, dos o tres operarios en el taller de sillas de mi abuelo, etc.

Me ha dicho muchas veces que tuvo una infancia lindísima: "Yo era como una reina, pero trabajaba en lo que fuera necesario; aprendí todos los oficios de una casa".

Si ahora que cumple los 87, está guapísima, ya pueden imaginar lo que era esa mujer a los 20 años (un pibón). Muchos jóvenes de su edad y no tan jóvenes morían por sus huesos, tanto del pueblo como de fuera. Caminaba con mucho gracejo, el cuello erguido, pelo castaño oscuro, ondulado y abundante, que mecía con un elegante y femenino movimiento de cabeza, caminaba metiendo los pies ligeramente para dentro, como su madre y mi hija Beatriz. Toda ella era muy bien proporcionada. Finita, de estatura adecuada, ni tan alta como su prima María Luisa La Polla (un encanto de mujer) ni tan bajita como tía Leandra, su madre. Usaba medio tacón ("los uso para darle un poco más de gracia a los andares") y estrenaba todos los meses ropa hecha a medida por sus amigas "Las Peluas" con perdón (también conocidas como las mellizas, aunque fueran tres).

No sabía cómo quitarse los "moscones" de encima, decía abuela Leandra. Hasta que llegó Jacinto: un muchacho bien vestido, muy delgado y blanco como de cera, con un tremendo parecido al gran Tony Leblanc. Era sobrino de Vicente "Relores", un bravo ferroviario de postguerra, al que yo recuerdo casi siempre con un abrigo, dos o tres tallas más grande, pasando por las vías de la estación de Arroyo de la Luz. Caminaba como un coronel del 3º Reich, sólo faltaba la nieve en sus botas. ¿De dónde coño sacaría aquel abrigo?

Volviendo al tema: Jacinto tenía un buen trabajo en Madrid, era oficinista. Trabajaba en una empresa propiedad de un austriaco (Richard Gans) que fabricaba tipos de letras para las imprentas (¡qué bonito!) y, cuando venia al Casar, visitaba a su tío Santiago el Pollo. Pero sus ojos se clavaban como una flecha en Conso cada vez que la veía moverse. Por aquel entonces ya le había subido la "flor", me decía ella.

Un día, en una de esas visitas, a Jacinto se le cayó uno botón de la camisa y, con arrojo y valentía, le dijo a Conso "¿Peque: me puedes coser el botón?". Tita Consola, un poco turbada por la osadía del galán, le dijo: "Pero no hace falta que te quites la camisa, te lo coso con ella puesta". A ella le templaba el pulso por los nervios, a pesar de ello consiguió salir airosa del trance sin pinchar al intrépido joven. Aunque seguro que, en el estado de excitación en el que se encontraba Jacinto, no hubiera sufrido nada. No es necesario decir lo que aquel hombre sintió teniendo tan cerca a una bella mujer de veinte años cosiéndole un botón de la camisa y viéndole palpitar una vena en el cuello. Según me dijo Jacinto ya de mayor: "se me salía el corazón de pecho, sobre todo cuando tuvo que cortar con los dientes el hilo sobrante. Al acercarse, me rozó, sin querer, con su pelo la barbilla y ya quedé trastornado para toda la vida con el olor de esa mujer".

Después de ese atontamiento transitorio, Jacinto, que tenía todo el pecho lleno de aire, le preguntó con un arrojo increíble y jugándoselo todo a una carta: "¿Quieres coserme todos los botones que se me caigan a partir de ahora?". A lo que tita Consola respondió sonrosada y mirando al suelo: "A ver..., que vamos a hacer, te los tendré que coser". El galán se retiró, cual torero que acaba de dejar un par en todo lo alto, caminado hacia atrás, tocándose el botón recién cosido... Observen la inteligente forma de declarase Jacinto a Consola. No he visto a un hombre más enamorado de una mujer que a tío Jacinto, se quedaba como traspuesto mirándola cuando hablaba. Porque tita Consola, además de hablar mucho, lo hace con mucha gesticulación facial: pone una cara distinta para cada frase. Su forma de comunicarse siempre estuvo ayudada por una embaucadora y coqueta gesticulación con la que envolvía al interlocutor más serio.

Se casaron muy enamorados en el 51 y Jacinto, para desolación de mis abuelos, se la llevó a vivir a Madrid. Abuelo Santiago lloró mucho esta separación "Coño Jacinto, ¿por qué no te buscas algún trabajo en ese Cáceres?"

Ya en Madrid, vivieron con los padres de Jacinto en el Paseo de las Delicias, cerca de la antigua y bella estación de mismo nombre. La Renfe construyó unos bloques de viviendas para los empleados, que pagaban los pisos en unos cómodos y eternos plazos. Pero, hasta que les dieron las casas, la Renfe les cedió, a algunos empleados destacados, unos vagones en desuso aparcados en una vía muerta de la estación para que se alojaran. Estuvieron viviendo en uno de ellos cerca de un año. La madre de Jacinto, tía Teresa, preparó el vagón lo mejor que pudo. Le puso unas cortinas, para conseguir una cierta privacidad. Dentro hizo un cubículo con unas tablas para hacer sus necesidades y una silla baja sin hondón mediaba entre la bacinilla y las posaderas.

En el centro, una discreta mesita sustentaba un infiernillo de petróleo en el que todo los días se cocinaba un humilde cocido, como en casi todos los hogares españoles de la época. Tía Teresa aviaba el cocido muy temprano y lo dejaba en el infiernillo mientras toda la familia abandonaba el vagón a realizar sus tareas. Un día ¡sorpresa! Regresaba tita Consola al vagón del brazo de su suegra y el vagón no estaba. Un guardagujas, que posiblemente acababa de entrar de becario, enganchó los vagones de la vía muerta a una máquina en dirección a Guadalajara. "¡Ay mi cocido, camino de Guadalajara!" exclamaba tía Teresa.

Hasta el día siguiente no regresaron los vagones, la familia pasó la noche en el domicilio de otros solidarios ferroviarios.

No hace falta decir cómo llegó el cocido al día siguiente: un factor de la estación de Guadalajara lo "refrescó" con unos cubos de agua.

"¡Qué logro de cocido!" me decía tita Conso entre risas años más tarde.

Vivieron muy felices en Madrid. La casa de Tita Consola era la casa de todos "Los Pollos" cuando íbamos a Madrid.

Cuando ella venía con Jacinto de vacaciones al pueblo, toda la familia estábamos de fiesta. Le encantaba regalarnos botes de Nescafé... no sé por qué, pero lo convirtió en tradición. Un día comía en casa de Clarencio, otro en nuestra casa, al siguiente con tío Vicente,... Se instalaban en la Posada con tío Quico y los abuelos. Siempre queríamos estar con ella. Venía muy bien vestida de Madrid y con la piel de la gente de la capital. La gente del pueblo teníamos una piel más curtida, debía ser de los aires del "lejio".

Siempre contaba cosas interesantes de viajeros que iban a Madrid y pasaban por su casa. Mientras hablaba, mi abuelo la miraba fijamente, ya coloraete del vino, y con un pañuelo siempre en la mano secándose el lagrimeo que se le producía mirando a su niña.

Abuela Leandra, lista como el hambre, pero muy tierna, miraba a su Consola mientras tocaba su ropa como halagando su buen gusto y acompañaba la conversación de su hija, moviendo los labios en una especie de previsión de lo que iba a decir, como ayudándola a verbalizar la siguiente frase. Mi abuela debía tener muchas "neuronas espejo". Era capaz de prever con una leve antelación lo que su hija iba a decir, yo se lo notaba en los labios.

Nadie es capaz de irradiar tanto cariño como tita Consola. Estar a su lado es sentirse muy querido, es sentirse halagado y cómodo. Es capaz de amar mucho y a mucha gente. Cuando iba con mi mujer y mis hijas a verla en Madrid tenía la mesa inundada de platos: dulces, condío, fruta.... de tó, de tó. Camino de su casa apostábamos a que ese día no íbamos a comer nada. Era imposible, era agotador, insistía una y otra vez hasta que nos metía algo en la boca "¿Te pelo yo está naranja? ¿o mejor quieres un poco e York? ¿pero cómo me vais a hacer este feo?"

Todos la adoramos. Para todos sus sobrinos es un privilegio contar con un ser tan excepcional. Nadie llega a sus límites de cariño. Para aquellos que tengan dudas de cómo conducirse en la vida, ahí está tita Consola.

Ahora ya vive en el pueblo, le falta Jacinto. Prima Costi, que es otro ejemplo de mujer, la tiene como una reina, cosa que no le agradeceremos nunca suficientemente. Lo años le van quitando la memoria, pero jamás le quitarán la gracia, el encanto y la ternura que le acompañarán toda la vida.

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