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Casto Beltrán Dionisio, el ídolo de mi infancia

Casto Beltrán Dionisio, el ídolo de mi infancia

Yo de niño aspiraba ser como tío Casto, él representaba todos mis anhelos. Todo aquello que quería ser cuando fuera mayor

antonio cebrián 'El moreno'

Sábado, 25 de marzo 2017, 15:13

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Yo de niño aspiraba ser como tío Casto, él representaba todos mis anhelos. Todo aquello que quería ser cuando fuera mayor. Una vida llena de aventuras y dificultades en tierras solitarias. Para mí, alejarme del pueblo, era una gran conquista, un descubrimiento, una señal inequívoca de irme haciendo adulto. Siempre tuve prisas por hacerme mayor y por conocer sitios. (Hace poco conté los países que he visitado, bien por trabajo o placer y me salían 34. Algunos, más de 30 veces por trabajo y, en muchas ocasiones, harto quedaba de arrastrar la maleta por esos aeropuertos de Dios).

Quería realizar hazañas en las que batirme diariamente y poner a prueba todas las habilidades que un hombre desarrolla para sobrevivir en un mundo lleno de peligros. A mí me gustaba oír a tío Casto contar sus adversidades y cómo las sorteaba. Era mi héroe. Una especie de Jeremiah Johnson en ese filme interpretado por Robert Redford y magistralmente dirigido por Sydney Pollack, con esos bellos paisajes nevados en las montañas de Utah en USA o un Leonardo Dicaprio en el "El Renacido". Así era tío Casto. Él no conocía las inclemencias del tiempo, la dureza del clima. Estaba hecho para vencer, para resistir, para sobrevivir.

Se buscaba la vida en los confines de las tierras de El Casar, donde habitaban los lobos, lugares remotos para un niño como yo, que, para moverme por los extrarradios, sólo tenía una vieja Orbea de mi padre que yo pedaleaba bajo la barra por mi escasa estatura. Él me hablaba de campos lejanos donde cazaba y pescaba: las Gargantas, la Huerta Bola, el Regato de las perdices, La Ermita de Santo Domingo, La Hurona, Los Baldíos de Garrovillas, El Coto Petit, La Puente de San Francisco, El Molino Gabriel, el de Topete, los Riberos del Almonte, el Regato de la Centolla, el de la Centolleja, el Risco del Espadero..., la lista sigue, pero voy a parar. Escucharlo me embelesaba...

No había cueva, canchal, risco, vivar, charca, zorrera, nidos de buitres o águilas, que no conociera en el término del Casar y alrededores. No solamente los conocía, sino que, de cada uno, tenía varias vivencias. Podía llegar a ellos en las noches más oscuras, que era cuando normalmente salía. Tenía todo tipo de lazos, anzuelos, trampas, trasmallos, rejones y dos o tres hurones que manejaba con chasquidos de la boca. Esas noches tan cerradas impedían a la guardia civil y guardas de fincas privadas, moverse por el campo con la soltura y naturalidad que él lo hacía. La oscuridad era su mejor aliada, en esa atmósfera era donde mejor desplegaba su talento y conocimiento del medio. Para él esas noches eran ideales porque conseguía llevar a casa gran parte del sostén familiar. Toda una vida con estrecheces. Todas las mañanas sin saber cómo acabaría el día.

Esas dificultades para vivir al aire libre desarrollaron el gran cazador que, desde niño latía en su interior. Además, era un gran trabajador, habilidoso en todos los oficios que tocaba y normalmente imbatible, pero el jornal del trabajo no era suficiente. La caza era un complemento necesario, conejos sobre todo, que su mujer vendía a domicilio llevándolos ocultos en un bolso negro. Con voz baja entraba en el estanco y le susurraba a mi madre: ¿Riza, quieres un conejino? tengo tres...

Sería normal inferir que un hombre, al que la vida trata con tanta dureza y penurias, desarrollara un carácter tosco y ofensivo. Pues nada: su bondad y sencillez estaban intactas y así estuvieron hasta el final de sus días. En esto se cumple otra máxima de nuestra biología: el hombre que nace bueno, muere bueno, independientemente de cómo lo trate la vida. Hay pocas cosas que más admire en el ser humano que la bondad, en el sentido más amplio de la palabra.

Se contaba un día en el estanco de mi madre, que tío Casto y tío Jacinto "Pirula", otro portento, se apostaron un verano (mes de Julio, cuidao...) quién aguantaría más segando en una "hoja" de cebada. Comenzaron con dos surcos cada uno y a las dos o tres horas, la ventaja de tío Casto era muy evidente, debió tener un buen día, parecidos a esos que le salen a Nadal. Entonces, en un acto de gallardía y generosidad, Casto le dijo a Jacinto: "A partir de ahora me cojo tres surcos, tu sigue con los dos, a ver si me echas mano". Se puso el sol y aquellos dos titanes exhaustos, cual Nadal vs Federer, terminaron la faena con la victoria inapelable de tío Casto. Jacinto tuvo un problema en la muñeca, "se la relajó" se decía entonces.

Tío Jacinto tuvo la mala suerte de ser contemporáneo de un superdotado, esto no le resta méritos a tío Pirula, ni mucho menos. Todavía recuerdo los haces de escobas que nos llevaba a la tahona; imposibles de mover, aquello pesaba como tierra, el burro llegaba destrozado, los apretaba como nadie y todas las escobas de la misma longitud, parecía que las elegía. El vencejo, perfectamente trenzado, sujetaba con fuerza el haz, no había forma de meter los dedos. Al cabo de los tres meses, cuando las escobas ya estaban secas, los haces de Jacinto seguían firmemente atados, había que cortar la atadura con un hocino por lo fuertemente armados que estaban. Como todo se hereda, y en muchas ocasiones los genes expresan esas capacidades en las siguientes generaciones, su hijo, mi admirado "Minica", para muy pocos Valentín.., heredó todas la cualidades de su padre aplicadas a su oficio. Minica agotaba a dos peones sirviéndole "mezcla" echando un suelo o haciendo tabiques (una pena que en los galgos no llegue al nivel de primo Javier Penene, no se puede tener todo...).

--¿Tío Casto, dónde puedo encontrar un nido de águilas?

--Tienes que ir al Molino Gabriel y a la espalda del molino, en un cortao, hay una pareja que anida todos los años. Pero ten cuidado, Antonio hijo, que por ahí se despeñan las cabras e hincan el poleo.

Efectivamente, años más tarde comprobé que allí anidaba una pareja de águilas reales.

--Luego, si quieres un nido de quebrantahuesos, tienes que llegar hasta el Risco del Espadero y donde entra el regato de la Centolla en el Almonte, allí hay uno.

También pude comprobar la existencia de ese nido, pero no era de quebrantahuesos, era de alimoches. Siempre los mayores del pueblo llamarón quebrantahuesos al alimoche.

Un día se llevó a mi padre de caza, los dos era primos. Se metieron por la finca de Sancho Gil (en el pueblo Sanchogin) que estaba recién arado, por tanto, el color del suelo era uniformemente pardo y, en un momento dado, Casto le dice a mi padre: "estate quieto Moreno, estoy viendo a la liebre encamá". ¿Dónde? pregunto mi padre. "Ves allí abajo donde hay dos cantos blancos" (Sancho Gil está poblado de piedras blancas de cuarzo). "Sí, yo veo los cantos, pero no a la liebre". Casto indicó a mi padre que caminara a su izquierda con naturalidad y que mirara al frente. Cuando llegaron a la altura de la liebre, que Casto observaba de reojo, éste, en un movimiento sorprendentemente rápido, como un resorte, le asestó un certero garrotazo que fulminó al animalito, la liebre no se enteró. Me padre no salía de su asombro: todo el campo de color pardo, la liebre de color pardo y Casto consiguió verla...

Pues bueno, dicho lo anterior, Casto conseguía ver una liebre completamente inmóvil a no menos de cien metros ¡Increíble! ¿Que tenía Casto para ver lo que ningún mortal era capaz de ver en el campo? ¿De qué estaba hecho aquel hombre? En otra ocasión, en una noche oscura como la boca de un lobo, se fue a por conejos al Coto Petit (término de Arroyo de la Luz) y lo estaba esperando la guardia civil "Dámaso, eran tres y me cortaron la salida, la única solución que tenía era meterme en la charca, entre los juncos. Cogí una caña pa respirar bajo el agua, así estuve más de una hora, hasta que se cansaron y se fueron. ¡La leche joia! cada rato tenía que sacar un poquino la cabeza porque la caña se me llenaba de agua, pero entre los juncos no me veían. Me vine pa casa corriendo y dando tiritones de muchos huevos, sin una alpargata y sin el hurón, animalito..."

Su allegados más próximos contaban que, en otoño, cuando llegaban los serranos a Extremadura con sus interminables hatajos de merinas, huyendo de las nieves de las tierras altas de Castilla (Serranos llamábamos a los trashumantes que venían de las montañas del Norte). -¡Ay qué recuerdos, ver pasar las merinas en la Pared Corchao, con la merendilla de pan con chocolate Kitín Nogueroles!- Tío Casto, por la noche, burlando a los grandes mastines con carlancas, le echaba el guante a algún borreguino despistado, del que la familia daba buena cuenta comiendo un par de días caliente.

Todas esas cualidades tan excepcionales de mi héroe, no pasaron inadvertidas en la guerra del 36. Rápidamente le encomendaron una misión muy arriesgada, sólo realizable por un tipo con su arrojo. "Se lo dijeron antes a uno que era de al pie de Badajoz, que era mu espabilao, pero el muchacho se meó to loh pantalone allí mismo, y me dio pena, le dije al comandante que yo podía ir" . Casto estuvo pegado durante toda la contienda a un comandante que lo trataba muy bien y que descubrió sus habilidades en el campo, "¡buuu, poh no formaba naa aquel hombre conmigo....total naa". Su misión consistía en adentrarse en la zona enemiga aprovechado las negruras de la noche, y a su vuelta, describía en un plano dónde estaban acampados, cuántos eran, dónde tenían el armamento y por dónde había que avanzar. Todo con precisión milimétrica. Casto sirvió como una especie de satélite en tierra que lo ve y lo descubre todo. Una especie de geolocalizador humano, diríamos ahora.

A uno le hubiera gustado haber nacido con alguna de las facultades de este casareño de acero, pero la naturaleza es caprichosa y son muy pocos los elegidos, me conformo con recordarlo y haber tenido la oportunidad y el placer de observar su sabiduría y talento. Este tipo de hombres, son los que, en una España rica, como la actual, y con posibles para formarse, llegan a ser ciudadanos destacados en nuestra sociedad. Pero en aquella época la igualdad de oportunidades, de la que hoy gozamos, brillaba por su ausencia, por ello me veo en la obligación de glosar algunas de sus aventuras y desventuras. Seguro que sus nietos descubren algo de sus abuelos que desconocían.

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