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Luis El Conde.
La culpa fue de Máxima La Blanquilla

La culpa fue de Máxima La Blanquilla

De pronto algo inesperado pasó: XXX dejó de ir a comprar el pan. En su lugar iba la madre. Esta señora que siempre había expresado una clara simpatía hacia mí, mostró a partir de entonces una seriedad inusual.

antonio cebrián 'el moreno'

Miércoles, 28 de junio 2017, 16:21

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La primera cita en el arco de los Conejeros dio paso a algún encuentro más. En todos ellos nos acechaba el temor de ser descubiertos. Nuestras breves conversaciones iban creando un clima de complicidad y afecto. Esto, más bien por su parte, porque por la mía no era necesario: yo estaba enamorado hasta los huesos. En ese periodo inolvidable no abordábamos nunca el motivo central por el que nos veíamos, aunque fuese obvio. Quedábamos, conversábamos quince o veinte minutos y nada más.

XXX insistía una y otra vez que lo nuestro era agradable, pero no podía prosperar, siempre esgrimiendo la consabida diferencia de edad y la supuesta desaprobación de sus padres. Por contra, yo no atendía a razones, me lanzaba a tumba abierta expresándole mi amor de forma explícita. Así pasaron algunos meses muy felices para mí. Nos veíamos un par de veces por semana "en el carro", así nombrábamos el lugar.

Al mismo tiempo ella seguía comprando el pan a diario. Cada vez que entraba en la tahona mi pecho se henchía de emoción. La recuerdo con un vestido azul marino con pequeños lunares blancos, con un poco de vuelo, que al caminar, vista desde atrás, mecía al compás de sus proporcionados y turgentes glúteos. No he visto nunca tanta belleza caminando. Parece habitual que cuando queremos ubicar la belleza en una persona lo hagamos aludiendo a sus ojos, su cara, sus expresiones..., pero pocas veces lo hacemos a la forma de caminar. Pareciera ésta una belleza secundaria. Pues no, en muchos casos, la forma de caminar puede llegar a ser la síntesis de la hermosura o fealdad en un individuo. Es poco probable que una persona bruta camine con elegancia o que un pendenciero no vaya con las piernas un poco abiertas. Volviendo a su vestido... No tenía mangas y dejaba ver unos hombros redondeados de un moreno brillante.

Habitualmente usaba zapato bajo, zapatillas. Algo parecido a las manoletinas de hoy. Tenía las piernas muy largas, algo delgadas, pero en perfecta armonía con todo su esqueleto de hueso fino. Caminaba con paso muy corto y rápido, como las bailarinas de ballet. Ya se hizo costumbre el obsequio de su sonrisa al pagarme el pan. Yo le había dicho en el arco que tenía una sonrisa preciosa, quizás era por eso, por lo que todos los días me regalaba esa expresión inolvidable y que recordaré hasta el último aliento de mi vida. Empecé a notar que se ponía guapa para ir a comprar el pan. Ya he dicho que tenía un pelo precioso: este tipo de cabello que está permanentemente limpio y brillante y que es reflejo, junto con la textura suave y firme de la piel, de una salud envidiable. Años más tarde evidencié que cuando una mujer tiene el cabello ajado o mustio carece de buena salud.

De pronto algo inesperado pasó: XXX dejó de ir a comprar el pan. En su lugar iba la madre. Esta señora que siempre había expresado una clara simpatía hacia mí, mostró a partir de entonces una seriedad inusual. Sus miradas proyectaban una severidad que me desconcertaba. No cruzaba conmigo ni una palabra. Esa actitud dejaba claro su enfado y su cólera. ¿Qué habrá pasado? ¿Por qué no viene XXX y viene su madre con esa cara de querer matarme? ¿Qué le habrá dicho la hija? ¿Nos habrá visto alguien en el arco y se lo habrá contado? Yo, intentando verla, pasaba alguna noche por la calle del Cura, donde todos los días compraba la leche. Pero nada. Suponía que el castigo debía ser severo ya que ni a por la leche salía. A la semana, su amiga íntima, que no era clienta habitual de nuestra panadería, pasó a comprar un bollo.

Observé, nada más entrar, que me miraba con cierta complicidad. Al pagarme me puso en la mano un palelito muy doblado que leí precipitadamente: "Antonio, no te puedo ver más, Máxima la Blanquilla nos ha visto en el carro un par de veces y se lo ha dicho a mi madre. Me han echado una gran reprimenda. No me dejan salir y en septiembre me voy a estudiar a Cáceres. Viviré en casa de mi tía" Fue el peor final de verano de mi vida, me angustiaba dejar de verla. Sólo el consuelo y la compresión de mi inseparable amigo José Antonio El Biombo me sirvieron de refugio en aquellas semanas horribles. No hablábamos de otra cosa que no fuera XXX y mi amor por ella. Deambulábamos por el pueblo dando largos paseos el final de la tarde: unas veces por la Charca, otras por el Monte y, algunas, por el camino de los Tejares o El Canto.

En medio de tanta desolación se nos ocurrió un plan: José Antonio tenía buena relación con la amiga íntima de XXX y decidimos utilizarla como vehículo de comunicación. Yo escribía mis notas, él se las daba a la amiga y ésta a ella. Aquello permitió alguna comunicación sin hacer sospechar nada a sus padres. Fueron dos meses muy complicados sumido en un absoluto desconsuelo, sin embargo, fueron decisivos para constatar que ella también se había enamorado de mí. Sus notas, que al principio, eran de puro trámite, comenzaron a contener una fuerte carga sentimental, y eso, a pesar del inconveniente que suponía la utilización de dos intermediarios para comunicarnos. Yo le comencé a escribir largas cartas, parecidas a las de los novios separados por la mili y que mi íntimo José Antonio entregaba puntualmente. En todas ellas le vaciaba la pureza de mis sentimientos, mi amor más tierno, mi apasionada admiración. En mis emociones de aquella época no tenían cabida ni el erotismo ni la sensualidad. Tan puro era mi amor hacia ella, que bien podría encuadrarse en un sentimiento casi religioso.

Unos días antes de irse a la capital, me envió con su amiga una nota que contenía la dirección de su tía en Cáceres y el número de teléfono, aunque yo tenía muy complicado ir solo a Cáceres a esa edad desde mi pueblo. La forma de comunicarnos seguía siendo por carta a través de su amiga. En esas notas, ya amarillentas, que conservo como un bello tesoro, XXX comenzó a confesarme su amor. Cuando las leía me imaginaba su mano morena y delgada desplazándose sobre el papel. Me las acercaba a la nariz para intentar oler su mano, al tiempo que alguna lágrima se deslizaba por mi mejilla. Nunca supe si su traslado a Cáceres fue por la incipiente relación que inició conmigo o porque sus padres tuvieran previsto ese traslado, y así hacer más fácil la asistencia a las clases en El Brocense. Las dificultades que teníamos, en mi caso, eran compensadas por la evidencia de lo que sentía por mí. Me conmovía ver escrito de su puño y letra: "tengo muchas ganas de verte, el último día en el carro, me dieron ganas de darte un beso, pero no me atreví". Le respondí: "yo tampoco me atreví. Pensé que no te agradaría y que se rompiera lo que está pasando entre nosotros".

En la plaza de mi pueblo había una cabina telefónica, desde donde la llamé en alguna ocasión a la hora en que ella estaba en casa de su tía. Desde mi casa no podía llamar, algún miembro de mi familia siempre estaba por allí. Nuestras conversaciones eran precipitadas y siempre acababan de forma brusca e inconclusa. El sonido de la última moneda cortaba violentamente nuestra conversación. Compartí con XXX mi deseo de ir a visitarla y para ello se me ocurrió una solución perfecta. Pensé en mi primo Luis el Conde (no es fácil encontrar mejor persona que mi queridísimo primo Luis). Él tenía el hábito de ir casi todos los días al cine en Cáceres. Fui con él en muchas ocasiones, su preferido era el Astoria en la calle San Pedro de Alcántara. Tenía una hermosa sala de gran pantalla donde daba gusto ver películas históricas; Los Diez Mandamientos, Ben-Hur o El Puente sobre el Río Kwai, entre otras. Decidí un día irme con él al cine y, temeroso que no aceptara, le planteé mis intenciones.

--Primo Luis, me tienes que ayudar, me gusta una chica que es del pueblo, pero estudia en Cáceres y me gustaría irme contigo y durante el tiempo que estás en el cine yo la veo. Estaré como un clavo a la hora que salgas de ver la película.

--¿Tu madre sabe lo de la chica? ¿A ver si me vas a meter en un lío? Tú eres muy pequeño. ¡Ay madre, como se entere......!

--Luis, no te preocupes, si mi madre se entera yo me echaré toda la culpa.

--¿Y quién es la chica?

--Se llama XXX y es hija de....., pero no se lo digas a nadie.

--Bueno, vale, queda entre nosotros ¡Vaya un pájaro que estás hecho!

--Gracias Primo. No te puedes hacer una idea lo importante que es esto para mí....

Continuará...

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