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Junto a mi madre.
Mi madre, la Señora Riza

Mi madre, la Señora Riza

Contigo se acaba toda una generación de Chiriviques, eras la última superviviente de los hijos de Faustina y Antonio, el fundador de la saga

antonio cebrián 'el moreno'

Lunes, 29 de octubre 2018, 17:54

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Hace más de un mes que paso las noches en un recurrente duermevela, con mis pensamientos entre la realidad y la fantasía. Por un lado, la obstinada realidad de tu partida y, por otro, la fantasía que me hace creer que sigues viva. Me asaltan despertares frecuentes ¡Joder, que hace tiempo que no llamo a mi madre!, y cuando tomo conciencia de lo que ha pasado, mi cabeza vuelve a la almohada en caída libre entre sollozos y lágrimas y esa realidad me deja una y otra vez en medio de la desolación y el desconsuelo ¡He perdido a mi madre!

Todo fue muy rápido, excesivamente rápido. Entramos Auri y yo en la sala, nos miramos como siempre, nos sonreímos.

-¿Qué tal hijos?, ¡Oy Auri, qué guapa vienes!

-¿Qué pasa Juli, cómo estás desde esta mañana?

-Yo bien, cariño-.

Me incliné a darte un beso, me acercaste la cara, nos besamos, y justo en ese momento, con una ligera mueca de dolor, te marchaste. Todos los esfuerzos posteriores para que volvieras fueron inútiles. Los gritos de tu querido Enrique y Auri fueron inútiles. Mis maniobras de reanimación tampoco sirvieron de mucho. Quince minutos después el médico, con cara de impotencia y lamento, negaba con la cabeza tu recuperación. Todo había terminado.

Ya en tu cama, besé tu frente y tus manos una y otra vez, esa manos elegantes de uñas pintadas como de actriz de los años cincuenta del pasado siglo. Con los ojos cerrados me pasé una y otra vez la palma de esas bellas manos, ya inertes, por mi cara, intentando arrancarte una última caricia, en una especie de intento de volver a mi adorada infancia contigo, buscando el consuelo de mi madre, de mi Juli. Al tiempo recordaba que, esas misma manos, lavaban con agua fría, hace ya muchos años, la cara de un niño de pelo rizado medio dormido antes de ir a la escuela, y tú, cantarina desde por la mañana, entonabas la copla del legendario Antonio Molina Que fresquita viene hoy el agua del avellano

Te has ido con todo mi amor, el de Auri y el de nuestras hijas. Todas ellas rotas por el dolor y la pena de perderte. Marta sola y desconsolada llorando el adiós de su abuelita, por las grises calles de Bruselas.

A veces los hijos no estamos a la altura de los padres, tampoco los nietos. Siempre he admirado tu amor y generosidad incondicional hacia los tuyos, independientemente de cuál fuera su comportamiento. Veintiún años estuviste esperando esa visita que un día y otro me decías que estaba a punto de producirse. Veintiún años convirtiendo en actos de amor el alejamiento y el desapego intencionado. Nunca entendiste qué produjo ese comportamiento, y quizás algún otro, que ahora no vienen a cuento. Nadie te lo explicó. A pesar de ello, tú has seguido queriendo con obstinación y casi con fanatismo. Yo, hijo, pido todas las noches por mis nietos, los quiero mucho aunque no los vea. De ti aprendí que el amor de una madre es único y difícilmente comparable con cualquier otro. No hay ninguna racionalidad en la forma de querer una madre a un hijo. No depende de ningún interés, ni siquiera reciprocidad. Se trata de biología pura. Seguramente en eso conservemos el idéntico atavismo animal de cualquier otra especie.

Sé que no te gustaba que tratara con severidad determinados comportamientos hacia tu persona, y sólo por ello, es mejor dejarlo aquí. Siempre me dolieron más los desprecios hacia ti que hacia mí mismo. Tu amor incondicional hacia quien no consiguió estar a la altura, permitía que lo comprendieras todo, lo aceptaras todo, lo perdonaras todo. En el fondo sé que te hubiera gustado verlos juntos en tu despedida. Perocomo dice el viejo dicho español, en el pecado llevarán la penitencia ¡Qué oportunidad han perdido de quererte y disfrutarte! No entendieron nunca aquello que nos repetía tu marido: en esto de la convivencia, el que más sepa que más ponga. El tiempo siempre se ocupa de ponernos en nuestro sitio. Las personas no se miden por sus gestos, las definen sus actos ¡Ay!

Siempre admiré en ti tu capacidad de perdón y compresión. No te costaba nada. Perdonabas sin premeditación, de forma natural ¡Qué envidia! Por eso, parecerme a ti, lo tengo como un reto casi inalcanzable. También en eso te tengo como ejemplo. Tus valores humanos, extraídos de un catolicismo añejo y sincero, marcaron tu rumbo en esta vida. Todas las tardes obsequiabas con tu rosario a todos tus seres queridos, vivos y muertos, pidiendo a tu colección de Santos de cabecera, salud y felicidad para todos. Tus regalos los materializabas en rezos. Tu forma de querernos era pedir por nosotros ¡Qué forma tan admirable, rotunda y sencilla de creer en Dios! También en eso me dabas envidia.

Me cuesta mucho describirte como ser humano siendo mi madre y llorando a lágrima viva mientras te escribo esto. Tú para mí no fuiste nunca un ser humano clasificable, fuiste mi MADRE y no encuentro una buena definición para explicar un sentimiento tan profundo y tan arraigado a la esencia biológica del ser humano. ¡Qué desafortunadas son las personas que no consiguen, por las circunstancias que fueren, querer a su madre o a su abuela!

Mis buenos amigos pretenden ayudarme razonando tu marcha como un proceso natural, como si se me escapara que tenías muchos años, como si no supiera que es ley de vida, como que tu forma de irte ha sido la mejor de las posibles, como si el dolor de tu ausencia se minimizara con palabras. La cortesía me obliga a escucharles con asentimiento y respeto. Lo hacen con la mejor de las intenciones.

En nuestra última conversación en el campo me contabas tus indelebles recuerdos de la guerra civil. Aunque eras pequeña no olvidabas algunos pasajes. Nos encerrábamos en una alcoba con mi madre mientras escuchábamos en silencio los aviones tirando bombas a los puentes de Tajo. Otro día cayeron bombas en el mercado de Cáceres y mataron a algunas personas. Mi madre nunca encontró los restos de su hermano Regino, que lo sacaron por la noche tres sinvergüenzas, y lo mataron por ahí.

De ahí saltabas a hablarme de mi padre, de tu amor... Yo me enamoré de tu padre a los 16 años. No me ha tocado nunca ningún hombre más que él. Se fue a la mili enseguida y yo me metí en casa sin salir. Me puse muy guapa y a tu padre no le gustaba que me miraran los hombres. Le escribía todos los días, sin faltar ni uno. Estuvo treinta y tres meses entre Madrid y Pamplona. Vino seco y malito, porque tuvo unas fiebres tifoideas.

Me gustaban tus historias. Las de tu hermana Juana la de El Conde eran las mejores. Tu genial hermano Teodoro os daba muchos disgustos. Nos tenía siempre nerviosas, no sabíamos que gurrumina nos iba a traer cada día. Mi madre lo quería mucho, pero todos los días le daba algún disgusto.

Contigo se acaba toda una generación de Chiriviques, eras la última superviviente de los hijos de Faustina y Antonio, el fundador de la saga.

En fin Juli, no sospechaba yo que la pérdida de una madre a mi edad dejara tanto vacío. Creía que los años y la naturalidad de estos acontecimientos mitigarían este dolor y esta sensación que tengo de orfandad, pero no está siendo así ¿sabes? Entre tanto desconsuelo, me quedarán tus bellos recuerdos, esos que se instalan en la memoria para siempre, permitiendo que sigas viva en mi corazón. Pero ya siempre me faltarán tus caricias, tu sonrisa y esa forma única que tenías de mirarme.

Hasta pronto mi amor. Ya descansas al lado de tu marido y de tu hijo a los que tanto querías. Déjame regalarte estos versos de Celso Emilio Ferreiro que, en su momento, sufrió la misma aflicción que ahora siento yo.

No lloro por ti, pues sé que vives

junto a la fuente del tiempo, allá en el fondo

de todos los caminos de las estrellas.

Lloro por mí, con un llanto inconsolable,

pues me quedé sin ti, limpio espejo mío,

como un árbol en la noche, solitario y desnudo,

hendido en su interior, con las raíces

ya sin los dulces secretos de las violetas.

Lloro por mí, por estas manos de ceniza

que antaño fueron palomas,

cuando mi corazón era un pájaro

y tú psabas siempre diligente

con un rumor de hormiga laboriosa.

Tejían las alondras sus albas

y yo era un gusano de luz, una estrellita

plena de luz por los senderos.

Dios estaba con nosotros.

Ahora estoy solo,

huérfano de besos tibios, sin mácula.

Lloro por mí, que ya no tengo regazo

para posarme en él como en un nido,

madre mía imposible, viva y muerta

en el cristal de mis ojos.

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