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Historias de mi tío Kiko

Historias de mi tío Kiko

Era a finales de los 60 y principio de los 70, en la panadería de la Travesía de Pizarro trabajábamos mi tío Kiko, mi tío Vicente Penene y yo mismo.

antonio cebrián 'el moreno'

Miércoles, 29 de junio 2016, 21:36

Ninguno en la familia de los pollos heredamos la desenvoltura que tenía para hacer de vientre. Fueron muy pocas las veces que consiguió llegar al wáter con los calzoncillos indemnes. Salía disparado hacia el primer piso agarrándose la culatera del pantalón y ¡zas! "¡Otra vez me cagué!" exclamaba en el primer tramo de las escaleras que conducían al retrete, mientras, mi tío Penene y yo moríamos de risa. También él terminaba riendo y lamentando su falta de reflejos con gran comicidad.

Era a finales de los 60 y principio de los 70, en la panadería de la Travesía de Pizarro trabajábamos mi tío Kiko, mi tío Vicente Penene y yo mismo. Allí estuve desde los 13 a los 17 años. Fue para mí una etapa muy bonita. Tengo un recuerdo entrañable de él, tenía una marcada vis cómica y se reía de su sombra. Con frecuencia me decía que estar conmigo era lo mismo que estar con su amigo Teodoro.

Fue el mayor de los hermanos y, por aquello de ser mi abuela Leandra primeriza, nació con dos meses de adelanto. Su íntimo amigo Teodoro Chirivique, también mi tío, decía que estuvo más de un año sin desenrearse metido en una cuartilla, a modo de cuna, hecho un pellejito y rodeado de una nube de moscas que se lo comían y de las que había días que no se defendía. Esa era la señal con la que mi abuela intuyó que estuvo a punto de perderlo. Se vino a desmosquetar a los tres o cuatro años.

--Leandra, ¿dónde tienes al niño?

--Ahí en la cuartilla, retira la mantina.

--¡Coño, qué susto!

Mi abuela, que lo adoraba, le buscó un par de madres de leche, pero ni por esas... Siempre estuvo muy escasino.

Ya de mayor, mi abuelo se esforzaba, sin mucha paciencia, en hacer de él un buen sillero. Pero el torno se le daba regular: a veces no agarraba bien la cuerda que enrollaba al palo o no lo sujetaba bien en los dos punteros laterales y en el primer tirón de la ballesta salía disparado a la cabeza de mi abuelo Santiago "El pollo".

--¡Leandra; este muchacho me va a terminar matando, llévatelo de aquí!

--¡Coño Santiago, hay que ver qué poca paciencia tienes con el muchacho, nadie nace aprendío!

Su amigo Teodoro todo los días iba a buscarlo y se echaban de las puertas pa fuera para hacer de las suyas. Comentaba ya de mayor: "Yo, cada vez que iba a por él, decía para mis adentros: Ya está tío Santiago subido en los sacos de rollón pateando al Kiko".

Para evitar que mi abuelo viera los palos mal torneados, se los escondía en la manga de la camisa y cuando tenía dos o tres se pasaba disimuladamente por el pozo y los tiraba dentro. Claro, en verano, cuando al pozo le quedaba una pilina de agua, se veía con nitidez la escabechina que había hecho durante el invierno. La alternativa del pozo la utilizó después de que el vecino de por bajo se hubiera presentado a ver a mi abuelo en dos o tres ocasiones con alguna que otra esportilla de palos, que mi tío se había quitado de encima tirándolos al corral del hombre.

--Santiago, un día tu hijo me va a abrir la cabeza, menos mal que no son muy grandes.

En la escuela aprendió algo más de las cuatro reglas gracias al tesón de Don Juan, buen aliado de la familia. Su inseparable amigo Teodoro, recordaba años más tarde: "En la cartilla del Kiko no había una hoja que se librara de una mancha de aceite de sardinas, era todo un tachón, tenía una letra preciosa".

Abuela Leandra, una de las mujeres más lista de su generación, lo protegía como una loba: que nadie tocara o hablara mal de su hijo Francisco.

Antes de ser movilizado en el 1938 a la Guerra Civil, se formó militarmente en Cáceres. Iba todos los días a hacer la instrucción al cuartel, pero por un despiste de los suyos, se escapaba por la tarde y se venía al pueblo sin pasar retreta (pasar lista). Por lo visto estaba empicado a las cagás de las gallinas.

--Francisco hijo, seguro que lo estás haciendo bien, ¿no tendrás que pasar lista por la noche?

--Que no madre, que yo cumplo con todo a la perfección, y la instrucción me sale estupendamente, a mí nadie me ha llamado la atención.

A los tres días no se presentó y lo metieron en el calabozo por desertor. Mi abuela y sus dotes diplomáticas resolvieron la situación con un buche curado, dos morcillas asaureras y cuatro panes de a kilo, que el sargento amablemente aceptó. Mi abuela se trajo al Kiko pa casa andando por ese camino de Cáceres. Ya en casa, hubo que lavarlo entero con asperón, venía lleno de piojos de los tres días que estuvo en la calabozo.

-- Santiago, si no me traigo a Francisco se nos muere, está malito y estropeao.

Para disgusto de mi abuela, lo movilizaron para la guerra. Era la quinta más joven, tenía 18 años, no se pudo hacer nada para evitarlo. Mi abuela llego hasta un comandante, le argumentó lo de los sietemesinos, pero no hubo manera. No obstante, en el último momento, antes de montar en los camiones, le guardó en la camisa, debajo del tres-cuarto, 50 pesetas y, por buscarle protección, le comentó a un chico muy espabilado y muy tuno que iba con él, que estuvieran juntos y que lo ayudara. "Yo te convidaré cuando volváis". El muchacho de Malpartida, más listo que el hambre, le birló el primer día las 50 pesetas antes de llegar a Logrosán (frente de Extremadura).

Decía su amigo Teodoro que "su paso por el ejército fue decisivo para ganar la guerra. De hecho, cuando se licenció, Franco le dedicó un discurso memorable, ensalzando su valor en el frente. Tanto el comandante del batallón como el capitán de la compañía, se dieron un sofocón de muchos cojones lamentando su marcha".

Cuando llegó a casa, después de un año en el frente, vino sequito y malito. Hubo que volver a lavarlo con asperón, la invasión de piojos era tremenda. Traía una corbata que ya no era de color caqui, sino negra de la cantidad de piojos que tenia, tan es así, que al tirarla al suelo se movía como una culebra.

Tío Kiko casó bien, Cruz era finita y muy limpia, hija de tío Toribio, guarda de Las Nateras...mucho cuidaito. Hombre de confianza del Conde Tres Palacios. Cuando tío Toribio venía al pueblo a caballo con su sombrero rechinaba un carro.

Mi abuela estaba contenta con ese matrimonio: eran muy buena familia y acogieron a tío Kiko con mucho cariño. Tan es así que, ya casados, pasaban algunas semanas en Las Nateras y, tío Toribio el hombre, con el fin de que el yerno aprendiera otro oficio, un día le aparejó una yunta de vacas para que arara un cacho que estaba al lado de la casa. Le arrancó la yunta y lo dejó sólo besana abajo. Cruz, Tío Toribio y la condesa, desde la puerta, se quedaron contemplando la soltura de Francisco con la yunta de vacas. Cruz estaba realmente emocionada, no era fácil en aquella época conseguir un hombre así. Mira tú por dónde, nada más terminar de decirle la condesa a tío Toribio "¡Qué bien ara Francisco!" tuvo la mala suerte, al hacer un cambio de sentido, de clavarle el formón en la pezuña a una de las vacas. Aquello se descontroló completamente: las vacas se encabritaron, salieron disparadas con el arado y el Kiko arrastrando detrás. Pero él, intentando defender su honor, se batió en duelo con la situación --Téngase en cuenta el momento: lo estaba mirando Cruz, la condesa y tío Toribio--. No soltó el arado aún a riesgo de morir. Los hierros, al pasar por unas peñas, saltaron y golpearon fuertemente la barbilla, pero seguía valerosamente agarrado al arado como un héroe, fue arrastrado por todas Las Nateras cual gladiador. Cuando lo recogieron del suelo, prácticamente sin ropa, tenía una brecha en la barbilla, había perdido un diente y de una pitera chorreaba sangre al lado de la oreja.

--¿Francisco hijo, ¿y por qué no soltaste el arado?

--Toma madre, tú lo ves muy fácil. Llevo 20 días casado y estaba allí mi suegro y la condesa. Yo lo que quería era dar una buena impresión.

--Hijo mío ¡Cuántos descalientos me das! ¡Te has podido matar! Santiago, fíjate que carita trae.

Tío Kiko fue una buena persona, más listo de lo que parecía, la sombra gigante de sus hermanos Clarencio y Dámaso la supo armonizar hábilmente cn el personaje que le tocó vivir, Poseía un divertido sentido del humor y, sobre todo, siempre estaba contento, se reía de su sombra y fue un hombre feliz. Todo un Crack.

Hay muchas más anécdotas del él, pero serán para otro día.

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