Escuché con atención y respeto los consejos de mis padres, recogidos en el capítulo anterior. Pero, quizás, mi vitalismo y mi carácter expansivo me impedían vivir con la disciplina que anhelaban para mí.
Estudiar no estaba en mis planes. Adoraba estar en el campo descubriendo el comportamiento de los animales, especialmente las aves rapaces.
Me apasionaba la obra escrita y filmada de Félix Rodríguez de la Fuente. Mi ídolo. De él aprendí muchas cosas sobre los animales, entre ellas, a "leer" su comportamiento observándolos. El entusiasmo y curiosidad aplicados a la observación enseña a veces más que un libro, y no se olvida. Félix no tenía mucho rigor científico, pero lo suplía con una gran afición y una excepcional capacidad de comunicación
Un sábado del mes de Junio, XXX y yo, con sendas bicicletas nos fuimos al Molino Gabriel (la confluencia del Guadiloba con el Almonte) .
Yo pretendía introducir a XXX en mi universo de la naturaleza. Cerca del Molino Gabriel, hay un cantil de pizarras superpuestas y en un saliente anidaba todos los años una pareja de Águilas Reales. ¡Mi pareja de reales! No sé cuántas horas habré pasado observándolas muerto de calor... No hay ave más bella en este planeta que el Águila Real.
Ella había preparado con mucho esmero unos bocadillos de tortilla francesa que echamos en mi mochila junto a unas naranjas y una cantimplora de agua que yo aportaba.
Llegamos en un plis plas hasta el chozo del cabrero de Sancho Gil (Sanchojin), el señor José. Allí vivía con toda su familia, rodeado de unas cabras bíblicas y originales de cuatro cuernos. Una caprichosa mutación que José favorecía seleccionando esta rareza.
Dejamos las bicicletas en las inmediaciones del chozo y, desde allí, caminamos hasta el molino ribero abajo. XXX estaba muy ágil, ella pretendía no defraudarme y exhibía una gran forma física. Lo cierto es que iba un poco sofocada. Yo, viéndola así, paraba y le daba a beber de la cantimplora. No podía evitar limpiarle la gota que resbalaba por aquella barbilla tan linda. ¿Seguimos? -Sí, sí, yo estoy bien, por mi no pares. Pues ale, ya queda poco-.
Después de contemplar el vuelo de las Reales, nos sentamos a comer bajo la sombra de una encina, al lado de una fuente de agua cana muy fresca cerca del molino. Yo no paraba de hablar alardeando de mis conocimientos sobre las rapaces.
XXX, mientras me escuchaba, se recogió el pelo en una coleta alta. Hacía calor. En ese momento, me distraje y perdí el hilo de la conversación, porque al levantar los brazos, sus pechos también se elevaron dejando patente su densidad y firmeza. Al recogerse el pelo, quedó expuesta toda la belleza de su cara: sus orejas pequeñas, su cuello al descubierto con algún rizo no atrapado. Tenía la expresión de una señorita distinguida con ese tipo de belleza de las mujeres que el cine ha recreado basado en las novelas de Jane Austen, como por ejemplo, ‘Orgullo y Prejuicio’. Para mí era un deleite mirarla. A veces, cuando me hablaba, no la escuchaba. La sola contemplación de su cara absorbía toda mi atención. Con frecuencia me decía; Antonio, no me estás escuchando... A lo que yo respondía: Cariño, no puedo hacer dos cosas a la vez...
En esas estábamos y no pude evitarlo, deje la naranja a medias y me levanté a besarla. Ese beso pretendía ser simplemente una caricia espontánea, pero ella reaccionó apasionadamente. Pasó sus brazos por mi cuello y nos dimos un largo y desenfrenado beso mientras retozábamos sobre la fresca y olorosa hierba de aquella fuente. Todavía hoy, cuando huelo la hierbabuena, me viene a la mente el goce de aquellos momentos. El ser humano posee una fuerte memoria olfativa. Hay olores que nos trasladan a tiempos pasados y a lugares concretos.
XXX para mí se convirtió en una fortísima adicción y yo para ella. Lo nuestros era una atracción casi enfermiza. La desinhibición era total. Sólo con tocarnos abríamos la caja de los truenos, dejando anulada nuestra capacidad de raciocinio, despertando los instintos más salvajes. Después, en el relajo, no solíamos comentar nuestras efusiones. Sentíamos un poco de vergüenza. Nuestra complicidad quedaba pactada con una pícara sonrisa de ambos.
Por aquella época comencé a reflexionar sobre el sentimiento del amor romántico versus la atracción sexual que inundaba el centro de nuestra relación. Yo estaba un poco perdido. Ya no sabía qué era lo importante. Tenía la sensación de estar dejando el amor puro a un lado y en su lugar éramos poseídos por la vigorosa fuerza de nuestra sexualidad. Como si el amor fuera una excusa necesaria para llegar al sexo. Una especie de manipulación ejercida por nuestro cuerpo sobre nuestra mente. Pareciera que un mandato de rango superior, que no controlábamos, se ocupara de gobernar nuestra relación. Tanto ella como yo éramos conscientes de nuestra pérdida de inocencia y también de nuestras obsesiones. ¿Nos estábamos haciendo adultos?
De regreso al pueblo, a la altura del pozo de El Canto, nos bajamos de las bicicletas y nos dimos un beso para despedirnos. Recuerdo lo que me dijo subiéndose a la bici de nuevo: Antonio, estoy loca por ti.... al tiempo que se mordía pícaramente el labio inferior. Le dije que se adelantara. No era bueno que nos vieran llegar juntos. Su familia seguía sin aprobar nuestra relación.
Mientras se alejaba erguida sobre los pedales, observé la cimbra de su cuerpo al ritmo del pedaleo. Llevaba media coleta escapada de la goma. ¡Ay, qué imagen! Todo lo hacía bonito… Nada hacía presagiar que esa era la última vez que la miraba con tanta ternura.
Pasados unos minutos yo llegaba al "Lejío". Cuál fue mi sorpresa cuando veo a XXX, a la altura del herradero de Marcelino “Caracol”, llevando la bicicleta de la mano y al otro lado su hermano gesticulando con movimientos enérgicos. Ella llevaba la cabeza baja, aparentemente soportando una gran pelotera de su hermano que a la sazón era tres años mayor que ella.
Días más tarde me enteré a qué se debía la presencia del hermano en el Ejido. Alguien, con quien nos habíamos cruzado en la mañana, se lo dijo a sus padres y éstos, preocupados, enviaron al hermano a por ella.
El rechazo de sus progenitores hacia mi persona ponía en serio peligro nuestra relación. En aquella época la autoridad de los padres no era discutida. La obediencia de los hijos no era objeto de debate. Su familia consideraba que yo era inadecuado para ella y punto final. El cerco se fue cerrando. Sus padres descubrieron que nos habíamos estado viendo en Cáceres y la bronca que le echaron fue monumental. Yo sabía, por su amiga íntima, que XXX lloraba desconsoladamente y se revelaba contra la intolerancia de su familia.
Una tarde, que yo venía por la calleja Lobos de dar una vuelta con mi perro Lupo (un bello pastor alemán), me encontré de frente con su hermano. Yo no tenía mucha relación con él, era seis o siete años mayor que yo. Se acercó a mí en plan amenazante:
--Moreno, deja en paz a mi hermana. Tú tienes poco que hacer ahí. Si me entero que andas con ella te las vas a tener que ver conmigo. Así que ¡mucho cuidaito!
Yo, un poco nervioso y alterado y, por qué no, harto de estar soportando el rechazo humillante de esa familia, le dije:
--Tu hermana está enamorada de mí y yo de ella y os pongáis como os pongáis vamos a seguir adelante.
El fulano se acercó lo suficiente como para agarrarme por la pechera y retorcerme el jersey, al tiempo que me daba empujones contra la pared.
--¡Mi hermana qué coño va a estar enamorada de un tío como tú! ¿Qué te has creído, Chirivique tonto? Bueno... quedas avisado...
Lupo, de forma instintiva, no tardó en reaccionar. Se puso muy nervioso y, a pesar de mis órdenes a gritos, le hizo añicos los pantalones. Todo fue muy desagradable. Me denunció en el cuartel de la guardia civil. Afortunadamente nada pasó gracias a las habilidades de mi abuela Leandra.
En mi pueblo, para describir un tipo como el hermano de XXX, utilizábamos la palabra "zolocotroco", también "calabazo" era apropiada. Se trata de alguien básicamente torpe, y que lo es tanto, que no intuye que lo es. Porque hay muchos que se salvan simplemente porque lo sospechan.
En aquella época, años setenta, todavía existía una fuerte estratificación social en mi pueblo, y en España en general. La familia de mi amada pertenecía a ese estrato venido a menos. Eran -medioriquinos- tenían "cuatro tierrinas" y un "tinao". Una posición intermedia para alguien que se sentía de clase superior. Esta condición les hacía ser muy hostiles con los de categoría inferior. Porque la gente que poseía una posición desahogada, es decir, los que eran propietarios de muchas tierras, no tenían necesidad de competir. Eran los llamados "ricos" y se permitían una cierta generosidad con los más pobres, practicando una caridad inversa. Es decir, los más beneficiados de aquella caridad eran ellos mismos, pues con ella ganaban reconocimiento y respeto social. O dicho de otra forma; creaban al pobre y después practicaba la caridad con él.
Mi familia estaba en la base de la pirámide o muy cerca.
El zarandeo de su hermano no alteró para nada mi determinación de seguir con ella. Yo estaba convencido de que nuestro amor superaría todas las adversidades. Ella era la mujer a la que amaba y no pensaba retroceder ni un milímetro en el terreno ganado. A aquellas alturas no concebía la vida sin vivirla a su lado. También sabía que el tiempo jugaba a nuestro favor y que sería nuestro mejor aliado. Me convencí de no entrar en las provocaciones a las que me sometía la familia. Era consciente de que mi temperamento impulsivo podía jugarme una mala pasada y no quería poner en el brete a XXX entre su familia y yo mismo. Por tanto, tocaba administrar con prudencia mi orgullo.
Estaba convencido que esa era la dificultad mayor para seguir al lado de XXX. El resto estaba logrado. Yo podía percibir con absoluta nitidez lo enamorada que estaba de mí. Nada me hacía presentir la información que José Antonio Galán me daría quince días más tarde...
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