ANTONIO CEBRIÁN 'eL MORENO'
Martes, 26 de diciembre 2017, 14:18
Terminábamos el capítulo anterior con mi inesperado encuentro con XXX en Las Palmeras de José el Mono.
Sería lunes o martes, había muy poca gente. José Antonio y la amiga de XXX, en una mesa apartada de la nuestra, observaban con inquietud el desenlace de ese encuentro fortuito. En la barra, Pablino Toroba y José Antonio Chaleco, intentaban mantener una conversación sin mucho éxito, el tablón de cubatas se lo impedía.
XXX, a pesar de la tristeza de su rostro, estaba bella, un poco más delgada, quizás. Pero mantenía ese halo mágico que siempre la envolvía Hay mujeres a las que le embellece la tristeza y no les queda bien la sonrisa, un buen ejemplo puede ser la actriz española Charo López de belleza triste y misteriosa o el icono alemán Marlene Dietrich, ese mito andrógino cuya caída de ojos revolucionó el Hollywood de los años 30 del pasado siglo.
Nuestra conversación fue muy tensa y con un fondo de espesa tristeza.
--Antonio, ¿por qué no quieres hablar conmigo? Yo tengo necesidad de explicarte algunas cosas. No creo que no te quede capacidad de perdón, o al menos de escucharme. Si me quisieras tanto como siempre me has dicho, deberías permitirme explicarte lo que pasó aquel día. No me puedo creer que no seas capaz de perdonarme...
--No me parece oportuno que empieces esta conversación analizando mi capacidad de perdón, y argumentando que el problema consiste en la ausencia de esa capacidad. Es que no es cuestión de perdón. No te esfuerces, no creo que puedas tener ninguna justificación que pueda convencerme, y te juro que me gustaría. Aquí lo único que se puede plantear es que yo tuviera alguna posibilidad de olvidar lo que hiciste y sinceramente no la hay. No se trata de algo voluntario o consciente por mi parte, yo no gobierno mis sentimientos. Sería muy fácil decir ¡va! la perdono y ya está. Yo no funciono así y te reitero que lo desearía.
--¿Por qué no me dejas intentarlo? ¡Déjame, por favor....!
--Para mi sorpresa te sigo queriendo con todas mis fuerzas, pero también te odio con esas mismas fuerzas. Me dirás que eso no es posible. Yo tampoco lo creía, pero así es. En cualquier caso no quiero que me cuentes nada, ahórrate los detalles.
XXX intentó contener las lágrimas, pero no lo logró. Comenzó a llorar al tiempo que me suplicaba perdón. Yo me sentía fatal viéndola llorar. En ese momento deseaba abrazarla y besarla.
--¡No me hagas esto, por favor, Antonio! ¿Cómo me puedes decir que me odias..?
Lo que viene a continuación, fue para mí lo más duro y desgarrador de toda esta historia. Había pensado dulcificarla de alguna forma, pero no sería honesto y leal conmigo mismo, por ello me veo en la necesidad de narrarlo, aunque recordarlo me produce todavía una profunda tristeza. Sin este pasaje sería difícil entender mi actitud tan hostil, tajante y, aparentemente, desconsiderada, con la mujer que tanto amé. Ni siquiera busco ahora justificación por aquella decisión. No tendría sentido. Han pasado 44 años y tiendo a digerir y olvidar los malos momentos vividos y a recrearme recordando los buenos.
Semanas antes de verla en Las Palmeras, no dejaba de inquietarme algunos comportamientos de XXX en nuestras relaciones íntimas y que, de no haber sabido lo de Los Faunos con aquel tipo, no se me habrían pasado por la cabeza probablemente.
Dando vueltas y más vueltas a esas conductas me habían comenzado a surgir incontables dudas sobre la sinceridad de XXX conmigo. No dejaba de atormentarme con terribles sospechas sobre si esa fue la única vez que estuvo con el tipo de Los Faunos, aquel de pelo largo que José Antonio me había descrito.
XXX, en nuestra intimidad era muy creativa, muy innovadora. A mí me encantaba que fuera así. Casi siempre llevaba ella la iniciativa. Además de ser una relación muy placentera era divertidísima, nos brotaban las risas a cada instante. La complicidad era total, hacíamos un chiste de cualquier movimiento o cualquier comentario. Yo, en mi inexperiencia, ese comportamiento lo consideraba normal. Atribuía a la diferencia de edad, ella veinte y yo diecisiete, su desparpajo en el tálamo. Pobre de mí...
Decidí ver cómo reaccionaría al soltarle de sopetón una pregunta muy comprometida. La oportunidad que me ofrecía nuestro encuentro en Las Palmeras era perfecta. Dejé que terminara de llorar, y pasados unos instantes, le cogí las manos encima de la mesa, frente a frente. La miré fijamente a los ojos, muy serio, intentando penetrar en su cabeza y muy pendiente de su reacción. Le pregunté a bocajarro y sin dejar de mirarla fijamente:
--¿XXX, esa ha sido la única vez que has estado con ese tío?
Balbuceó y me retiró la mirada, empezó a temblar. Yo le seguía sujetando las manos. No podía esconder su expresión, yo perseguía sus ojos con los míos. Me miró con pena, con una expresión en la que se mezclaba la angustia y la vergüenza, y de sus bellos ojos comenzaron a brotar lágrimas que se deslizaban de forma incontenibles por sus mejillas. De igual manera yo no pude contener mi llanto, pero en mi caso era de rabia y espanto al constatar que mis sospechas dejaron de serlo y se confirmaba lo peor. No fue capaz de mentirme, la encerrona funcionó. Se delató sin hablar. En una última mirada sacó sus manos de las mías y de una carrera salió disparada. Su amiga al verla, dejó a José Antonio en la mesa y salió a su encuentro.
Me quedé sin temores, porque cuando tienes temores sigues albergando esperanzas. Todo se esfumó. Giré la cabeza buscando a mi amigo José Antonio, que con una expresión de tristeza trataba de solidarizarse con mi dolor. Salimos de Las Palmeras sin hablar, él sabía que mi experimento me sacó de dudas. Caminamos un buen rato por la carretera vieja que va del pueblo a Cáceres.
--¿Está saliendo con él? -me preguntó retóricamente mi amigo.
--Sí, no hay dudas. Estaba manteniendo una doble relación. No entiendo porqué no me lo ha dicho antes. ¿Hasta dónde pretendía llegar con esta situación?
--¿No te lo ha desmentido?
--No, la he sorprendido. Como ha visto tanta seguridad en mi pregunta se ha derrumbado, se ha visto atrapada y su reacción ha sido la que has podido ver. Se ha puesto a llorar y ha salido corriendo. Me he debido dar cuenta antes ¡joder! No era normal... Todo lo que hacía conmigo lo estaba aprendiendo con él.
--Pudo mentir y no haber exhibido tantas destrezas. Bueno amigo, ahora te toca echarle un par... y poner en marcha el mecanismo del olvido. No queda otra.
--Ya, pero me temo que no va a ser fácil. Tú sabes cuánto la quiero. No sé cómo se puede superar algo así. Mi felicidad depende de ella. Yo no sé cómo voy a poder vivir sin tenerla a mi lado.
La rabia me corroía, mi orgullo quedó pisoteado, al tiempo que mi rechazo hacia ella crecía cada día. Tuve que soportar algún comentario jocoso de mi entorno cercano, eso me encolerizaba y me costaba disimularlo.
Los siguientes seis meses la odié con todas mis fuerzas. El odio es un sentimiento atroz, las personas que lo sufren padecen una auténtica y grave enfermedad. Tardaron bastante tiempo en restañar las heridas. Ella, aparentemente, se curó rápido. Pasados unos meses la vi de la mano por Cáceres con el tío de pelo largo. Eso fue una evidencia más de que mis sospechas eran ciertas.
Una feliz historia con un mal final... o quizás bueno, no lo sabemos, a juzgar por cómo pasó. La compañía y ayuda de José Antonio en aquel verano del 73 fueron providenciales. Le dimos muchas vueltas al significado del sentimiento del amor. Estábamos descubriendo juntos ese universo. El inicio de mi nuevo trabajo en un Banco sirvió de catarsis. También fue de gran ayuda salir del pueblo e iniciar una nueva vida profesional con nuevos amigos y conocidos.
Al poco tiempo XXX se fue a estudiar a Madrid, el tío del pelo largo trabajaba allí. Pasado un tiempo su madre, al quedarse viuda, dejó el pueblo y se fue a Madrid con la hija, ya casada con el susodicho tipo de Los Faunos.
Nunca pagaré lo suficiente lo aprendido en aquella primera relación. S no sucumbes en los fracasos siempre sales fortalecido. Enamorarse perdidamente puede ser dañino para la salud. Abandonarte al amor sin control puede terminar en tragedia.
Después de esta relación sufrí un bloqueo, tal vez premeditado, para enamorarme. Tuve varias relaciones, pero no permití que ninguna cuajara. Llegué quizás a devaluar la relación con la mujer. Pero, en medio de esa apatía y de una vida un poco licenciosa y libertina, un día, por sorpresa, apareció la que hoy es mi mujer, a la que me aproximé sin mucha convicción. Pero ¡lo que es la vida..! llevamos juntos treinta y siete años. Ella logró hacerme creer nuevamente en el amor autentico, en una especie de rescate de un naufrago. Un amor sereno, sólido y objetivable. Enriquecido por la admiración y por múltiples complicidades, lejos de las paranoias delirantes de la adolescencia. Habrá quien diga que el amor no puede ser objetivo y fruto de una pensada idoneidad, que ha de ser espontáneo y trastornador. Pues bien, ese tipo de amor no es verdad, eso es una enfermedad que se cura con el tiempo, una patología que consiste en el engaño necesario que el cuerpo ejerce sobre la mente, cuyo fin último es asegurar la perpetuación de la especie. En este punto somos como cualquier otro animal, un poco más sofisticados, pero con el mismo mandato, el mismo fin; multiplicarnos.
No volví a ver jamás a XXX. Supongo que alguna vez vendría al pueblo, pero no coincidimos nunca.
Siguiendo una ruta profesional, tal vez fruto del azar y las circunstancias, pronto abandoné Cáceres y nos instalamos en Madrid. A los pocos años comencé mi periplo internacional, que me llevó a África, Centro Europa y América con toda la familia.
A finales del 2014, en navidades, ya de regreso en España, acompañado un día por mi hija Paloma, entré en la Churrería Ronco de Casar de Cáceres y echando un vistazo localizando mesa, vi a dos señoras en las que inicialmente no reparé. Ocupaban una mesa del fondo. No obstante, en la pasada visual, quedó atrapada en mi retina la imagen de la señora que estaba de frente. Era ella, cruzamos la mirada y nos quedamos muy serios. Al lado había una mesa libre que Paloma rápidamente ocupó mientras yo pedía unos cafés con churros.
A pesar de los años su belleza madura era innegable. No nos dijimos nada, no era el momento. Por el rabillo del ojo notaba su mirada y de la conversación con su amiga me llegaba el murmullo de su voz que no había cambiado mucho, si bien el acento del pueblo había desaparecido.
Un buen amigo me dijo que su primer matrimonio le duró ocho años. Después había tenido alguna pareja más, pero nada sólido ni definitivo. Hizo una carrera universitaria brillante y profesionalmente, con algún altibajo, le fue muy bien. Este buen amigo, no sé si por halagarme, o porque haya sido verdad, supo de algún comentario de ella a una tercera persona, que toda su vida se arrepintió de la puerilidad que cometió en su juventud en relación conmigo.
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