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Mis experiencias en el Amazonas: visita a la tribu de los Omaguas

Mis experiencias en el Amazonas: visita a la tribu de los Omaguas

Lo Omaguas no son propietarios individuales de nada, todo lo que hay en ese poblado es de todos: las huertas (chacras) los cerdos (chanchos) y las canoas son de la comunidad. Todos trabajan en la construcción y mantenimiento de las chozas.

ANTONIO CEBRIÁN 'EL MORENO'

Domingo, 6 de noviembre 2016, 09:22

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"Intenta vivir todos los sueños que puedas, por extraños que parezcan". Esta frase es de mi querido y añorado Félix Rodríguez de la Fuente que, de niño, soñaba con ser un lobo, sí, un lobo. Consiguió criar, en semi-libertad, tres magníficos ejemplares.

Él, para vivir intensamente esa experiencia, consiguió ser un miembro más de esa manada y ocupar el puesto del macho alfa. "Qué será de mi cuando Rómulo -segundo lobo en la jerarquía- pretenda ocupar mi puesto", decía en una de sus filmaciones. Afortunadamente, y casi por accidente, descubrió que, levantar en brazos a Rómulo, provocaba sobre éste, una especie de espanto, ante el cual el lobo reconocía sin rechistar la suprema autoridad de Félix. Este gran hombre consiguió vivir uno de sus sueños: logró ser el jefe de su manada de lobos...Logró ser un lobo.

Hablando de sueños, yo siempre quise conocer el Amazonas. Había visto todos esos magníficos documentales del National Geographic, sus tribus, su vegetación, su fauna... Yo pensaba que esa región era el rincón más inalterado del planeta, y así es. La relación entre la vida y la muerte carece de crueldad. Todo se rige por las leyes de la naturaleza, la selección natural gobierna el destino de las especies, entre ellas la humana, incapaz de alterar, por supuesto, la fuerza de la naturaleza en esa zona del planeta, esa potente máquina de crear vida partiendo de la muerte en ciclos sucesivos. El biólogo y químico Antoine Lavoisier nos dejó dicho que "nada se crea ni se destruye, sólo se transforma".

Pues bien, en esas estábamos, cuando al final de mi vida profesional, el destino se acuerda de mi sueño y me voy a vivir a América Latina ¡Esa era la mía! Durante los seis años que duró mi estancia por aquellos países me escapé en tres ocasiones al Amazonas, a contemplar en directo las escenas que tantas veces vi en televisión.

Planifiqué mi segundo viaje siguiendo el curso del Río Marañón, hasta llegar al lugar donde se asienta un poblado de los Omaguas, unos indios que no han sufrido mestizaje con otras tribus y mucho menos con criollos peruanos. Para esta empresa conté con los impagables servicios de Rei, un guía nativo de aquellas tierras/aguas. Él había nacido en Nauta, a dos horas de Iquitos, pequeña población ubicada a orillas del río Marañón. Él conocía muy bien el lugar exacto que yo quería visitar, se trataba de la confluencia de este río, el Marañón, con el Ucayali (a partir de esa unión comienza el Amazonas). El primero trae sus aguas de un turbio marrón, y las del segundo vienen de negro metálico, sus aguas son un espejo donde, en las noches de cielos limpios, se reflejan todas las estrellas del firmamento. Su fabuloso caudal está plagado de restos de troncos y ramas de árboles todo ello debido a los miles de toneladas de tierra y vegetación que transporta y pudren en su cauce.

Esta zona, aunque protegida por el gobierno del Perú, conserva en su interior numerosas tribus con escaso mestizaje. El objetivo era llegar hasta la meseta donde los Omaguas tienen su paraíso, justo donde esa fabulosa masa de agua comienza a llamarse Amazonas. Es, en esa intersección de estos dos grandes ríos, donde viven unos novecientos indígenas de esta tribu. Sus hábitos y forma de vida han cambiado muy poco en los últimos 500 años y se caracteriza por una perfecta armonía con el entorno en el que viven. Son una pieza más de la sostenibilidad de ese ecosistema. Como casi todas las tribus amazónicas, son sedentarios, tanto como los arboles que les rodean.

Llegué en un vuelo hasta Iquitos desde Lima -no hay otra forma de llegar-. Al día siguiente, Rei me fue a buscar temprano y nos dirigimos por carretera hasta Nauta, que era desde donde comenzaba mi viaje hasta el poblado de los Omaguas.

Salimos de Nauta un día del mes de octubre de 2010 a las cinco de la mañana (elegí el mes de octubre porque es época "seca", sólo diluvia dos o tres veces al día). Mi estimado Rei tenía una pequeña motora techada con una humilde visera de lona plástica, pero con fuerza suficiente como para remontar sin problemas las tranquilas aguas del Marañón -anótese que este río lleva más agua que todos los Ríos de Europa juntos y con una profundidad media de 70 metros-. Eran necesarias 14 horas de navegación para llegar a la tribu de los Omaguas.

Sería muy pretencioso por mi parte intentar describir un amanecer navegando por un río en la Amazonía peruana, por ello dejo en la imaginación del lector la recreación de tan bello espectáculo. Necesitaría un libro para describirlo y seguro que no quedaría bien.

Yo quería conocer a esa tribu, porque en mis lecturas sobre la historia del Perú (mi segunda patria, tengo doble nacionalidad), leí una bella biografía del trujillano Francisco de Orellana que, bajando por el Río Napo desde Ecuador, descubrió el Amazonas en 1542. Su cronista, el cura Carvajal, recrea, en un bello texto, el paso de la embarcación de Orellana por las inmediaciones de uno de los poblados de los Omaguas. "Unos indios sanos y de buen esqueleto que viven en sosegada paz".

Salimos muy temprano. Al alba, Rei había echado en la embarcación dos grandes garrafas de agua, una piña de plátanos, un buen número de coconas, camu-camus, bastantes anonas para hidratarnos y varios caimitos, una fruta deliciosa que no conocía, no llegaba a los mercados de Lima. Esas horas, navegando río arriba, son indescriptibles. Ver amanecer en medio de ese espectáculo; esas imágenes de miles de aves de todos los colores posibles, monos hiperactivos, sonidos jamás oídos y muy pronto el calor sofocante de la selva húmeda, serán para mi inolvidables. Aunque las aguas van tranquilas, Rei se pegaba a la orilla porque la fuerza de la corriente es menor que en el centro, aunque algún remolino nos hiciera saltar de vez en cuando.

A las 12.30 horas atracamos en un pequeño bancal de arena en mitad de nuestra ruta. Almorzamos en silencio, escuchando el ruido de una algarabía de monos ardilla, festejando nuestra llegada.

Llegamos al poblado a las 19.00 horas, prácticamente de noche. Rei me pidió que esperara en la pequeña embarcación. Tenía que solicitar permiso para que aceptaran mi presencia. Él había estado dos semanas antes hablando con el jefe del poblado anticipando la petición. Son trámites que deben seguir una pauta para no violentar sus tradiciones y normas, basadas en el respeto a su forma de vida. A la media hora se presentó Rei, acompañado de dos nativos desdentados, que me recibieron con agrado y una sonrisa permanente. Su español era muy básico, pero nos entendíamos bien. Me dieron de cenar un pescado, no muy bueno, con una ensalada de hierbas irreconocibles para mí todo ello acompañado con unas tortas de maíz muy secas y un jugo de frutas. Cuando el hambre aprieta se puede llegar a comer cosas muy raras. Dejamos la visita al jefe para el día siguiente. La choza donde dormimos estaba limpia y bien aireada. Realmente hay que hacer un gran esfuerzo para conciliar el sueño en medio de la selva, escuchando a cientos de animales cuya actividad es básicamente nocturna.

Dormí muy poco. La actividad comienza en la selva a las 5.00 horas, justo cuando sale el sol. A esa hora todo el mundo inicia su labor. Nosotros habíamos quedado en ir a visitar el jefe Paima a las 7.00 horas. Me informaron que estaría casi todo el día conmigo. Rei me indicó que al jefe había que mostrarle respeto y un trato considerado dado su rango social. No hay que olvidar que él, al recibirme, me estaba mostrando la forma de vida de su tribu y la de él mismo. Realmente toda la noche estuve dando vueltas sobre cómo se me daría todo un día con el Jefe Paima.

Como estaba previsto, a las 7.00 horas del día siguiente, Rei y yo estábamos entrando en la tienda del gran jefe Paima, que nos recibió de manera afable y hospitalaria, al tiempo que le entregamos algunos presentes que compré en Lima: adornos llamativos de escaso valor, pero que él apreció mucho. En ese momento me obsequió con una sonrisa.

Hablaba bien español. Tuvo que aprenderlo de muy joven. Se lo enseñó un primo que, después de abandonar el poblado e irse a Iquitos a emprender una nueva vida, regresó viejo y decepcionado por el trato recibido del hombre blanco. "Era necesario saber español para tratar con las autoridades de Iquitos y defender todo lo que nos pertenece".

Esta tribu Omagua reside en un bello poblado de cabañas construidas con una entramado de palos fuertemente atados con cuerdas fabricadas por ellos mismos, y con un techo del palmas muy bien ensambladas. En su interior hay amplitud y pocos cacharros. La disposición de las cabañas no tienen un orden previo establecido, pero sí existe una gran armonía en su distribución. Al estar en un terreno elevado y limpio de selva, las vistas son prodigiosas, se puede contemplar el Amazonas en toda su majestad, aunque cueste ver la otra orilla. Su anchura en ese punto es de unos veinte kilómetros. La elevación impide que las fuertes crecidas anuales del río, de unos cuatro o cinco metros, arrasen todo el asentamiento.

Lo Omaguas no son propietarios individuales de nada, todo lo que hay en ese poblado es de todos: las huertas (chacras) los cerdos (chanchos) y las canoas son de la comunidad. Todos trabajan en la construcción y mantenimiento de las chozas. Carecen del sentido de la propiedad, tan extendido en los países civilizados. Respetan y temen a la naturaleza (Pachamama) que les provee de lo que necesitan para vivir. Tienen una vida relajada y su único esfuerzo se centra en conseguir los alimentos diarios para la comunidad. El resto del tiempo es para descansar, conversar y reír, básicamente. Son muy alegres.

A las cinco de la mañana, los hombres salen de pesca en sus canoas. Suelen ir acompañados por un par de hijos remando en la pequeña embarcación hecha de una pieza de madera esculpida de un gran tronco de árbol. Se organizan varios para atrapar algún banco de peces que saben identificar con mucha precisión. Esta labor dura dos o tres horas, en muy poco tiempo consiguen la ración de proteínas suficiente que el gran río les proporciona. El pescado sobrante es utilizado para alimentar a los cerdos y pequeñas mascotas con las que viven. Es frecuente ver a los niños jugando con un monito araña que le espulga las largas cabelleras.

Viven de espaldas a la civilización. Ven pasar muchas embarcaciones delante de su poblado, pero son fieles a sus hábitos y costumbres, no tienen curiosidad sobre nuestra forma de vida.

Trabajan en la huerta antes que apriete el calor, cultivan pequeños tubérculos de diferente tamaños y colores, y una especie de lechugas de hojas muy grandes.

Las horas centrales del día las pasan descansando en grupos de 12 o 14 hombres en pequeñas plazuelitas que se originan entre las chozas. Utilizan pequeñas hamacas y asientos muy rudimentarios. No paran de hablar y de reír. Se cuentan historias graciosas de sus antepasados, siempre las mismas, pero les producen continuamente mucha gracia. Se les ve sanos, tienen una alimentación equilibrada; el río les da las proteínas y, de los pequeños cultivos, obtienen la necesaria dosis de hidratos de carbono. Al atardecer, en grupos de seis o siete, salen a cazar, equipado de arcos y fechas muy pequeñas. Todos llevan una larga cerbatana -el arma de caza más eficaz que poseen- Suelen capturar aves, algún pequeño mamífero parecido a las ratas, jabalíes, armadillos, monos pequeños, etc. Las mujeres cuidan todo el día a los más pequeños que, en el momento que comienzan a caminar, corretean sin parar bajo la atenta mirada de sus madres. El resto del tiempo lo emplean en preparan la comida y fabrican tejidos y cuerdas, todo muy relajadamente.

En el poblado, además de otras mascotas, los Omaguas poseen unos perrillos que me recordaban aquellos que llamábamos en el pueblo "de carea", que son muy cazadores y que, cuando se aproxima alguna alimaña al poblado (serpientes muy venenosas), alertan rápidamente. Los niños están bien protegidos con estos eficaces guardianes.

En la tienda del jefe Paima me obsequiaron con té muy rico, que "coloca" un poco, y unos frutos secos irreconocibles para mí (unas bayas de color rojizo). El jefe y yo conectamos rápidamente, me invitó a dar un paseo por el poblado y, al paso por las cabañas, saludábamos cordialmente a sus habitantes. Inolvidable paseo, con un cortejo de diez o quince niños que nos seguían con risas y juegos. Allí, el raro, el diferente, era yo. Mi aspecto hacía reír mucho a los niños. Se sorprendían que tuviera pelos en el cuerpo y no en la cabeza.

Después del paseo volvimos a su tienda. Nos sentamos plácidamente mientras fluía una agradable conversación. El jefe y yo tenemos la misma edad, en esa foto que aparece con un de sus últimos bisnietos, contábamos cincuenta y cinco años. Ahí puede parecer mayor que yo, pero él está muy fuerte y muy ágil.

Ha tenido tres esposas, bastantes hijos, aunque no les viven tantos y un numero incontable de bisnietos. La mortalidad es muy alta, tanto en el parto como en los primeros seis o siete años de los pequeños. Digo lo de la mortalidad alta, en términos comparativos con regiones del primer mundo, porque las cifras de muerte, en plena selva, son las normales.

Los Omaguas tienen una vida placentera, no hay el menor atisbo violencia entre ellos. La crispación no existe, todo lo contrario; la calma y la monotonía es la constante en la vida del poblado. Disfrutan mucho conversando entre ellos. Periódicamente hacen ceremonias y rituales, consumen un brebaje alucinógeno llamado Yagé, fabricado con ayahuasca que es la corteza de un árbol de aquella región.

En mi honor hicieron, la noche antes de nuestra partida, un bello ritual, con danzas ceremoniales en torno al fuego, me hicieron bailar y beber un poco de su potente Yagé. Su alegría es desbordante. Son felices con nada. Su sabiduría conmueve.

En la memoria me quedará siempre los días que pasé por aquellas tierras con mis hermanos los Omaguas. No podré olvidar la hospitalidad del jefe Paima, bastaron dos días para hacernos amigos. En su poblado goza del respeto y el reconocimiento de todos sus habitantes. Hablaba con sensatez y mesura. Irradiaba una felicidad que, sólo las personas que no desean tener más de los que poseen, trasmiten. Me contaba que, de vez en cuando el río, en años de lluvias excepcionales, arrasa parte del poblado, arrancando las orillas y llevándose todo lo que tienen: canoas, redes y algunas cabañas en ese amasijo de barro y arboles de gran tamaño. Pero lo más triste es cuando, pasado el aluvión, constatan la desaparición de algunos individuos, en su mayoría niños de corta edad.

--Ya ve usted, señor Antonio, el río nos da la vida, pero también la muerte.

El jefe Paima me fue a despedir a la orilla del río el día de nuestra partida, mientras me pedía que volviera cuando quisiera y que llevara a mi familia. Me enterneció el abrazo emocionado que me dio deseándome una larga vida. Para mí fue estremecedor alejarme rio abajo, viendo a jefe Paima en la orilla, ataviado con su mejor túnica y moviendo su bastón de mando. Detrás de él, cuarenta o cincuenta indígenas en silencio. Confieso que las lágrimas rodaban por mis mejillas. También ahora, al recordarlo.

Una pena que, mi hermano Paima, no tenga Whatsapp ni cobertura...

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