Elogio de las barberías
La barbería de Cecilio estaba más abajo de la casa de mis abuelos, en la calle Hernán Cortés.
vicente gómez maya
Lunes, 27 de marzo 2017, 16:24
"Hace falta que te arregles el pelo. Ya sabes cómo es tu padre. Pero le he dicho que, como la semana que viene nos vamos al pueblo, que te lo arregle Cecilio", me decía mi madre a modo de advertencia.
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Definitivamente, mi estrategia de retrasar la visita al barbero se quedaba sin coartada. A mayor abundamiento, mi tía Cipri siempre buscaba que los mellizos, Vicente o Antonio, me acompañaran en lo que para mi era un mal trago. Además, la barbería de Cecilio estaba más abajo de la casa de mis abuelos, en la calle Hernán Cortés.
Mientras esperaba ser atendido, escuchaba las conversaciones y opiniones de los parroquianos. Al ser distintos los oficios y circunstancias me asombraba sobremanera que el maestro Cecilio se adecuara a las mismas y supiera, en pareceres y discernimientos, sobre los variopintos temas que allí se trataban. Cuando me tocaba la vez, me aposentaba en el sillón.
Cecilio me preguntaba cuándo habíamos llegado, mientras lo veía reflejarse en el espejo calibrando, tijera y peine en ristre, por dónde empezar las operaciones. Acomodándose a mi edad, se interesaba por los estudios. Yo era un niño que sacaba buenas notas y él lo celebraba con entusiasmo. Supe después que había dado clase a mi primo Alejandro, que como consecuencia de ellas y de las aventuras que oía contar al abuelo Julio, un día armó un petate y se fue "a hacer las Américas", resultando que fueron "las Yndias" las que acabaron de hacerlo a él. Cecilio me preguntaba: "¿Dónde tenemos ahora a Alejandro?".
Así se implicaba directamente en la aventura, erigiéndose en estímulo de la misma. Luego me hacía unas preguntas sobre las materias diversas que se impartían en la escuela, como si quisiera asegurarse que no había nada de casual en el rendimiento que mis notas reflejaban.
En aquella edad, las barberías cumplían una función social y académica nunca reconocidas y el maestro barbero aglutinaba saberes y habilidades que, siquiera la literatura, ha sabido a veces considerar. No sólo acudían quienes iban a acicalarse, sino también quienes buscando consejos y pidiendo opiniones, encontraban en las improvisadas tertulias que allí surgían la solución a sus dudas.
Otros, al paso, abrían la puerta y saludaban recabando, sin necesidad de preguntar, si alguna novedad había alterado la vida del pueblo, cuyo tiempo transcurría monótono, pero plácido y resguardado del discurrir frenético, lleno de incertidumbres, que estos tiempos nos infringen.
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Se cuenta de un barbero granadino que ofrecía a los clientes prensa o conversación. Si se decantaban por lo primero les daba el periódico y si por conversación, matizaba: "¿Con polémica o dándole la razón en todo?". La conversión de las barberías en peluquerías, de los barberos en estilistas y la irrupción de los secadores de pelo, han acabado, de forma definitiva, con una seña de nuestra identidad gratitud.
Así pues, gracias, Cecilio. Reconocerlo nos exime de parte de nuestra culpa. Recordarlo, en una muestra de
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